sábado, 13 de junio de 2020

REFLEXIONES DESDE LA SIERRA DE LA ZARZA

IMÁGENES DESDE LA SIERRA DE LA ZARZA 


Cerro del Gato (Sierra de la Zarza)

Altiplanos de Caravaca

Altiplanos de Vélez Blanco y María. 
Sierra de María al fondo

Carrasca (Sierra de la Zarza)

Altiplanos de Caravaca y Cerro del Carro.

La Sagra

Sierra de las Cabras (Nerpio)

Juan Vila mirando a la Sierra


¿Es posible que seamos una réplica del relieve, de las montañas, de los valles? ¿Qué nuestros comportamientos, nuestro carácter, nuestra forma de ser sea como la de sus rincones, sus cimas, hondonadas y poyatos?
A lo mejor, si eres aficionado a subir los montes que tienes a tu alrededor has pensado cosas parecidas. O Sea, que no es tan complejo este mundo, que casi todo es lo mismo.
El otro día, tres amigos subimos a la Sierra de la Zarza, que es una montaña pequeña, humilde, carente de soberbia, sin demasiada fama. Su cima es de 1.500 m.s.n.m y no tiene mucha extensión. Sin embargo, igual que nos sucede a los humanos y seguramente a los diferentes entes del planeta, la Sierra  de la Zarza tiene casi de todo en su geología, sus suelos, su brillante encinar, sus variadas  herbáceas, sus pastizales. Desde su pequeñez parece reclamar que está ahí; rodeada de soberbios altiplanos, de viejos aprovechamientos del suelo, testigo del cromatismo diverso que le dieron los hombres con sus trabajos, la fuerza de la tierra con sus arcanos vaivenes y la irrefrenable vida que trae el suelo y los meteoros; rezagada de las vecinas montañas que se yerguen con orgullo ante su mirada.
Así es que la Sierra de la Zarza tiene la misma forma de ser que las otras montañas. Tiene genio, rabia y furia cuando se alteran los instintos del corazón que la remueve. Y es amable y serena cuando se deja transcurrir la normalidad.  Quizás por esas cosas está tan metida en las cuestiones de los humanos. Dio consuelo a los hombres en los momentos amargos, pues las bellotas de sus encinas quitaron algo de hambre durante los negros tiempos de la postguerra,  y de sus pastos se alimentaron los ganados de la Junquera, de la Zarza, de Espín… de toda esa parte.
 Desde las cumbres de la Sierra de la Zarza contemplas a sus orgullosos vecinos: a  la Sagra en su expresión más fantasmal, a Mojantes empeñada en su desafío a todo cuanto la rodea, a la larga cordillera que abre con el Gavilán de Caravaca y cierra con la Sierra de las Cabras de Nerpio, áspera y retadora. Al otro lado, la Sierra de María, formando la línea del horizonte.
A sus pies están todos los altiplanos que dieron pan a sus pobladores y rentas a los pudientes desde tiempos que se pierden en la memoria. Será por todo eso que he dicho que en los tiempos modernos los que organizaron el territorio con un mapa, un lápiz y un papel, usaron las cumbres de la Sierra de la Zarza para tirar rayas y separar tres provincias (Almería, Murcia y Granada), teniendo además a tiro de piedra las sierras de otras dos, Albacete y Jaén, que completan este rincón del sureste de España, único, pero diverso; amable unos días y hostil otros; víctima de ambiciones siempre, pero mirado con desprecio por los que han venido gobernando España desde ciudades alejadas.
Así es que desde la cumbre de la Sierra de la Zarza aprendes que no hay nada pequeño; que a las montañas, igual que los hombres, las puedes modular a tu antojo. Y, si es posible, puedes constatar que las cosas no son tan fijas como te imaginabas. Porque luego, cuando cumbras, se te ofrece ante la vista un mundo que no es el dogma que te habías formado en tu cabeza.




domingo, 10 de mayo de 2020

JUAN MANUEL NAVARRO MARTÍNEZ, PASTOR Y ARTISTA








Juan Manuel Navarro Martínez es pastor. Hijo de la María de Juan José, el de la tienda del Moralejo, aldea del municipio de Caravaca.  Allí vive. Es de los pocos que van quedando. Juan Manuel es un chaval joven. Ha estudiado en Archivel, en el IES “Oróspeda”. Y está apegado a la tierra. Ha dicho: “Cuando digas la palabra pastor, agricultor o ganadero, no agaches la cabeza. Al decirlo siéntete orgulloso de lo que eres, no eres menos que una persona con un buen puesto de trabajo, ya sea un banquero, un administrativo o un maestro. En definitiva, toda esa gente vive de lo que tú haces, cultivas o crías”.
Juan Manuel pastorea en la parte de La Junquera, en ese rincón desde el que hay a tiro de piedra cinco provincias. A poniente tiene la Sierra de la Zarza, en la que juntan sus lindes tres de ellas. Y al norte, la Sierra Seca, de Cañada de la Cruz,  y la Sierra de las Cabras, de Nerpio, las cuales presentan sus respetos a la Sagra, soberana de estas tierras. Además, en la Junquera brota el río Quipar y sus aguas alimentan, a veces en superficie y a veces ocultas bajo la tierra, la Cañada de Tarragoya. Eso que he dicho lo comprende bien Juan Manuel.
Este rincón constituye una tierra dura y difícil; altiplanos esteparios, montes ásperos, inviernos helados. Pero su dureza es la esencia de su belleza.
Sus raíces telúricas se han combinado con los tiempos para dar vida a quienes las han ido poblando desde siglos pasados, animales y hombres.
Esas cosas las sabemos los que amamos este rincón del mundo, los que allí han vivido y los que viven. Retratar el ser de estos sitios mediante las herramientas que proporciona el arte está al alcance de muy pocos y Juan Manuel pertenece a ese selecto grupo de personas, porque Juan Manuel es artista. No ejerce de artista, pero es artista y no puede alienarse de su propia condición. Quizás por eso vive su oficio de pastor con la pasión con que lo vive. Porque el pastoreo es también un arte. Eso no lo sabe la generalidad de la gente, salvo los que admiramos el pastoreo. Si sigues sus fotografías y eres capaz de comprenderlas estarás de acuerdo conmigo. Los elementos que combina y la emoción que les transmite en la instantánea, el sentido más hondo de la tierra, los resquicios de objetos teñidos de añoranza, la asociación entre los animales y la naturaleza que le da vida, el paso del tiempo a través de color del cielo, el grito efímero de las nubes, eso y muchas cosas más, están en el joven corazón de Juan Manuel y así lo transmite.
Quizás eso explique su apego a la tierra. Bueno, eso y sus orígenes campesinos. Y su orgullo campesino.
Algunos hemos conocido a Juan a Manuel a través de sus fotografías y de algunas cosas que ha escrito. Pocas, pero algunas. Y, además de lo dicho, nos ha abierto un rayo de esperanza. Porque hemos visto que es posible que haya jóvenes que quieran seguir en el campo, o volver al campo; que se asocien con la tierra y la naturaleza. Seguramente pocos, aunque tampoco hace falta que sean muchos. Hoy, ser campesino, y no simplemente agricultor, es quizás lo más alejado de las aspiraciones de los jóvenes y por eso Juan Manuel constituye ese rayo de esperanza.
Dicho todo esto, Juan Manuel no es un mito. No lo podemos convertir en un mito. Tiene derecho a darle a su vida los giros que desee. Pero en este instante, y aunque a medio plazo termine renunciando, representa esa esperanza de mantener viva la llama de nuestro viejo campo y su cultura. Por eso lo traigo aquí.





domingo, 26 de abril de 2020

"ESTUDIAORES", JORNALEROS Y OTRAS COSAS DE TRABAJAR EN EL CAMPO




Cuando terminaba el curso, en aquellos años sesenta y setenta, los estudiantes solíamos echar unos días en el albaricoque, cosechando en el campo o trabajando en las fábricas. Sacábamos unas perrujas para el verano, algunos para caprichos, como era mi caso, otros para echar una mano a los padres en el pago de los estudios del siguiente año, que entonces las cosas eran así. En aquel trabajo coincidíamos con jornaleros que se ganaban la vida enlazando unos tajos con otros. Acudían cuadrillas de los alrededores, de los pueblos de la sierra, de los cortijos, de las aldeas. Gente recia, acostumbrada a trabajar. A nosotros nos decían los “estudiaores” y nos trataban con una mezcla de superioridad, pena y ternura.
-Nene, que eso no se hace así. Hay que coger a dos manos. Y no te subas al perigallo de esa manera que te vas a dar un porrazo.
Su rendimiento no tenía nada que ver con el nuestro, ni su fuerza, ni resistencia. Ni tampoco su capacidad de resignación, tan propia de las gentes de esta tierra. Lo digo por mí, que alguno de mis amigos aún alardea de que trabajaba tanto como un hombre de aquellos. En mi caso y en algún otro, en más de una ocasión, el cabezalero nos dijo al terminar la jornada:
-Mañana no vuelvas.
Para mí, eso podía incluso suponer un alivio. Para aquellos hombres, acostumbrados a duros trabajos, y necesitados de los magros jornales, eso podía ser un drama. Entonces, para la mayoría, ni había contratos, ni seguros sociales, ni leches.
Por lo general, los cabezaleros, cuando ibas a jornal, no te permitían parar a las seis en punto de la tarde. Tenías que echar media hora más, que no te pagaban, y después sacar las cajas al camino o incluso cargarlas en el camión. Una de las veces que me dijo el cabezalero “no vuelvas” fue porque me senté en el ribazo a las seis en punto y dije que no echaba un albaricoque más al capazo. Aquellos jornaleros no podían permitirse esa pequeña rebeldía. Así era la vida.
Todo eso me ha venido a la memoria con motivo de la falta de trabajadores –sobre todo inmigrantes- para recoger la cosecha de distintos productos del campo por causa del confinamiento que padecemos y del cierre de fronteras. Y es que una gran parte de los jornaleros de ahora vienen de Europa Oriental, de África, de América Latina, como seguramente sabrás.
Pues bien, el gobierno, o quien sea, determinó hace unos días hacer un llamamiento para intentar suplir con mano de obra nacional a esos inmigrantes que no van a venir. Ciertamente, cuando escuché esa noticia sentí curiosidad por ver el resultado del llamamiento. Y datos, lo que son datos, no he podido recabar. Pero el otro día escuché en la radio a un agricultor de Guadalajara que produce espárragos y el hombre se lamentaba de que una parte importante de la cosecha se quedaría en el bancal por la falta de mano de obra. Ante esa desalentadora aseveración, el periodista le preguntó por la incorporación de mano de obra nacional. El agricultor respondió que a la llamada se habían incorporado pocos españoles y  que, además, el noventa por ciento de ellos aguantaba uno o dos días; luego se iba, quedando los espárragos en el bancal. Así es que comprenderán que me haya acordado de los “estudiaores” de mis tiempos y de mi estilo.
Conclusión, vaya mi respeto, admiración y gratitud hacia esos jornaleros españoles auténticos, que todavía quedan, y, por supuesto, a marroquíes, senegales, húngaros, rumanos, ecuatorianos… a toda esa gente necesitada y resistente por sacarnos las castañas del fuego todos los años. Y, por cierto, a ver si fuera posible que cobren lo que se merecen y vivan en condiciones dignas. Nada más.

martes, 7 de abril de 2020

ECHO DE MENOS





            En el vigésimo cuarto día de confinamiento por la COVID-19 echo muchas cosas de menos. Entre ellas, y de manera principal, aquello que afecta a los sentimientos, a los sentimientos cotidianos. A esos que no sueles darle importancia normalmente.
Todo el día entre consejos de médicos, sociólogos, epidemiólogos, terapeutas y expertos de la más diversa índole,  pendiente de la última noticia, o envuelto en esa tóxica nube de noticias falsas, ajustes de cuentas y otros males que por desgracia afloran en las pantallas de los teléfonos móviles.
A veces emocionado por las escenas de humanidad que se viven cada día. O buscando paz en cosas que te transmiten serenidad, como la evocación del lento transcurrir de la vida en aquel tiempo en que con subsistir ya era bastante, porque todo lo demás brotaba del hervidero de la vida.
Pero, en estos días, echo de menos las emociones que te depara la vida cada día, las expectativas que te habías creado para la mañana siguiente. Y, sobre todo, echo de menos a mis nietas, como seguramente les sucederá a tantos otros como yo, que tienen nietas. Es decir, a los abuelos, a los que también dedico estas palabras como gesto solidario. Echo de menos la espesura de vida que llevan dentro y que explota a cada minuto del día, la energía que alimenta sus risas o sus llantos. Esas preguntas que te sorprenden, aquella palabra que no sabes de dónde la ha podido sacar una niña de tres años. La impaciencia de un niño, frente a la paciencia de un abuelo, los dos extremos de la vida, que se unen en un recorrido circular. El círculo, quizás la figura primigenia de la creación. Donde acaba el abuelo empieza el nieto. Y así es todo. En el vigésimo cuarto día de este exilio de la vida social por la COVID-19, echo de menos a esos seres pequeños y llenos de energía que son mis nietas.

lunes, 30 de marzo de 2020

JUAN PEDRO RÍOS VALIENTE



Juan Pedro, “el Piojo”, nació en Caravaca, el año 1938. A su padre biológico se lo llevaron al frente y jamás regresó. No lo pudo conocer. En la larga postguerra Juan Pedro sufrió, como tantos españoles, los terribles efectos de esa España negra.
Pero Juan Pedro no relata con aspereza su infancia, ni su juventud, aunque se reivindica con dignidad. Eso sí, recuerda a su madre con ternura y refiere, con sencilla transparencia, sus penurias para combatir el hambre de los suyos.
Como tantos caravaqueños buscó, para sobrevivir, en la huerta y en los magros productos que da el monte; cargas de leña o de piñas sobre todo, además de guíscanos, espárragos y otros manjares más escasos.
Y después fue carbonero. Ese oficio es su seña de identidad. Te cuenta con entusiasmo los tajos de carbón en los que trabajó, junto a sus hermanos, su padre adoptivo y otras estirpes de carboneros caravaqueños. Hacer carbón es una tarea dura. Seguramente, de las más duras que haya habido. Además es arriesgada, no siendo pocos los que han perdido la vida en las tareas o en la vigilancia de las carboneras. Pero Juan Pedro cuenta sus tiempos de carbonero poniendo el sufrimiento como anécdota y elevando a categoría de arte y sabiduría los conocimientos que le llegaron por transmisión de padres a hijos. Montar la carbonera, emparejando bien el solar o empotrarla bien en el talud, con sus armeros perfectamente formados, redondeando la culata, colocando en orden los troncos y las ramas de los pinos o de las carrascas sin que en la fachada de la carbonera sobresalieran unos centímetros, enripiando para que se aireara lo justo, ajumiando y después aterrando. Y sobre todo, practicando los respiraderos para prender la carbonera, ir repretándola para convertir toda esa biomasa en carbón, y evitando una combustión rápida e incluso un incendio.
A Juan Pedro le brillan los ojos recordando los colores del carbón recién cocido. Y el ruido que hacía cuando estaba en su punto. Rii, riii.
Cuando finiquitó el oficio de carbonero, Juan Pedro encontró trabajo en el servicio de limpieza del ayuntamiento. Después se jubiló y con su humilde paga continuó sustentando a su familia y alimentando  sus pequeñas ilusiones, que son los epígonos de su ser: buscar guíscanos, coger espárragos… cosas de monte. Y algunos hechos más relevantes, como ir a Madrid al Bernabéu y llevarlo en el recuerdo.
Con su esfuerzo se pudo comprar un bancal en la huerta para cultivar sus patatas, sus hortalizas. Y tener sus animales, sus gallinas, que a Juan Pedro le gusta mucho recoger huevos para toda la familia, como en los tiempos de carbonero. Con mucho capricho. Hasta puso una puerta de forja y un nombre y todo, así, arriba. Y la Santísima Cruz.
Pero, mira por donde, justo por su piazo le trazaron la autovía y se lo expropiaron, por cuatro perras le expropiaron la ilusión de su vida. Para que veas, siempre hay víctimas silenciosas, anónimas, de lo que llamamos progreso. Para que las cosas sean como son, siempre dejamos ese rastro de víctimas. No digo nada más, ni hago balance, ni nada de eso. Pero… que lo sepas.
Una de las últimas veces que lo visité le noté un gesto de tristeza. Le pregunté si ya no iba a sus gallinas. Después de quitarle su piazo, en la periferia del pueblo puso media docena de gallinas que le mantenían tenso el cordón umbilical que le une a su esencia serrana. “Han venido del ayuntamiento y las he tenido que quitar”. Se conoce que alguien lo denunció, porque, por lo visto no se pueden tener gallinas en el pueblo. Y lo vi triste. “Mira que siempre me pillan las cosas”.
Pero cuando pasen estos días iré a verlo y seguro que su ánimo se levantará contando sus andanzas por la sierra, porque Juan Pedro además de bueno es alegre, a pesar de todo…y saldrá por la Cuesta Pedregosa adelante a buscar espárragos. A ver si aún pudiéramos vivir algo esta primavera.

PD. Escribo estas líneas en el decimosexto día de confinamiento y en el día centésimo décimo tercero de la aparición de COVID-19, dedicando mi recuerdo a los que nacieron en aquellos años difíciles y hoy están siendo castigados por esta epidemia, y por el oprobio y  la soberbia de algunos gobernantes del mundo, cuyos nombres prefiero olvidar.

viernes, 13 de marzo de 2020

OTRA FORMA DE VIVIR EL COVID-19

                                                                      Marchenica
           

            Hoy viernes, trece de marzo de 2020, nonagésimo sexto día de COVID-19, con el mundo estremecido y sometido a miríadas de noticias globales por segundo, yo, como tantas veces, me pongo a pensar en cosas de la vida antigua, tan lejos de este vértigo.
Pienso en esas cosas mirando esta foto de Marchenica, aldea que aún existe en el anchuroso término de Santiago-Pontones, pero con la cabeza puesta en Las Canalejas, derribada por la incuria y de la que solo he visto una pintura que Tomás López López hizo de ella, basándose en una foto en blanco y negro, y en su memoria. Tomás hizo esa pintura y también escribió un libro, “Las Canalejas”, en el que vierte su emoción y añoranza. Yo lo leo y siento las mismas cosas sobre aquella vida difícil y aislada, sencilla y serena de hace tan solo unas décadas en esas pequeñas comunidades rurales serranas. Dejo aparte el oprobio que se cometió con la expropiación de esta y otras aldeas vecinas en los ignominiosos tiempos del “Coto Nacional de Caza de la Sierra de Segura y Cazorla” porque busco paz, esa que muchas veces solo encuentras mirando, incluso mirando lo que ya no existe. Pensando en esa sencillez, en la ausencia de ansiedad por poseer bienes y objetos, o por otras cosas que traen ansiedad en estos tiempos que vivimos. En aquellos hombres para los que el tiempo era largo, labrando, o haciendo pleita, o echándole un pienso a su macho romo, o encendiendo el cigarro de tabaco carrasco con el pie apoyado en la piedra de debajo de la noguera, o comiendo con parsimonia una veta de tocino encima del pan y unos higos secos. Solo eso. Y en una frase de Antonino, vecino de Tomás, con el que trabajaba en ocasiones siendo un jovenzuelo, “no corras tanto que hay que apreciar el trabajo que hemos hecho”. Pensando en el primer viaje de Tomás, con nueve años, desde Las Canalejas a Villanueva del Arzobispo, en compañía de su padre y un mulo, en el que restituye su memoria infantil, el despertar a todo un mundo desconocido. Viendo por primera vez caminos anchos, obras de ingeniería y un pueblo, que nunca antes había visto un pueblo.

En eso pienso, hoy, viernes, trece de marzo de 2020, nonagésimo sexto día de COVID-19, y me pregunto por el vértigo que nos han traído estas cinco o seis décadas de cambios galopantes, para lo bueno y por lo malo. Pero el caso es que miro esta imagen de Marchenica tranquilo, a pesar de la pena, la tristeza y la duda. Siempre la duda.

lunes, 17 de febrero de 2020

LA PEÑA RUBIA, EL CERRO GORDO

         


            La Peña Rubia siempre la ves, y el Cerro Gordo. ¿Cuántas veces te has preguntado si están ahí para que las mires? Si se exhiben con soberbia o con orgullo. Si las colocó en ese sitio aquel que dicen que construyó el mundo para el hombre, y que lo hizo a su imagen y semejanza. Y luego tú has dudado de eso. Quizás porque aprendiste que las montañas tienen su porqué. Que la tierra se arrugó por miles de sitios y que su fuerza interna sacó a relucir estas rocas de los fondos marinos más arcanos que puedas imaginar. Que, aunque este sitio no está inscrito en la eternidad, parece que lo estuviera. Igual que las otras cadenas de montañas sobre las que se precipitaron estos colosos en su descomunal cabalgada hace millones de años. A esas también las ves, o las intuyes. Las que los acompañaron, la Sierra del Gavilán, la de Benámor, Mojantes, Los Álamos y El Frontón, y El Tejo y el Pajarón, y Villafuerte, y Sierra Seca, y la Sierra de las Cabras de Nerpio. Y la gran barrera que se interpuso, que la llaman la Sierra de Segura, junto con los monumentales calares que hay al norte. Y así hasta la raíz de la tierra que se quedó clavada en el viejo macizo ibérico hace tantos millones de años que se te nubla la vista de pensarlo.
            Pero, siendo así como lo he explicado, tú ves la Peña Rubia y el Cerro Gordo ahí inertes, impertérritos y puedes creer que son eternos. Como pensaron los que inventaron leyendas de gigantes o los que imaginaron en sus interioridades al propio infierno; o los que, en su locura humana, escalaron sus escarpes ocres, rojizos y grises; o los que se tiraron desde la cumbre con unas alas de madera pensando que volarían y se clavaron en los frailes de piedra que ves en la ladera, lo cual no sé si es verdad, pero de niño me lo contaban otros niños a los que les gustaba contar cosas.
            Y seguramente también los que las maldijeron por los duros trabajos que tuvieron que hacer en ellas para obtener leña o carbón, o plantas buenas que da el monte, aunque luego se mostraran agradecidos una vez en casa con sus magros productos, de esa vieja Caravaca serrana, que fue, que se ignoró por los sabios o por los que se creen sabios, los cuales abundan; y que desapareció.
 Y también a los guerreros santiaguistas que se protegieron con ellas. El caso es que en todos los tiempos, desde que el mundo de los hombres existe, ese escarpe rotundo lo ves cuando te acercas a este viejo y montaraz pueblo que es Caravaca. Y cuando llevas mucho tiempo sin venir lo buscas desde lejos con la vista y, si eres de por aquí, se te forma hormiguilla por dentro, porque te vienen los recuerdos y la añoranza, y ese rescoldo que llevas dentro avivado por la memoria. Así hasta el final de tus días o hasta que las delicadas fibras de tu cerebro se mantengan vivas.

lunes, 16 de diciembre de 2019

GRANIZO



Foto: Ángel Santoyo
Granizo es un cortijo del partido rural del río Moral, Nerpio (Albacete). Su propio enclave te pide detenerte y pensar en su origen, y admirar la contundencia del acogimiento que la naturaleza le proporciona. Y preguntarte por qué está derrotado, vencidos sus muros, hundida su techumbre.  Ese hermoso edificio construido a cuatro aguas, con técnicas inusuales en estas sierras. ¿Quién habrá vivido allí?, ¿cuál habrá sido la razón de su nacimiento, de su vida y su muerte?
A Granizo, el viejo, lo construyó quien fuese hace siglos un poco más abajo, cerca del hondo del barranco. Pero sería en los inicios del pasado siglo XX cuando, huyendo de humedades y aguas malhumoradas, lo volvieron a levantar en el sitio que ahora está, mientras siga estando, claro, porque al paso que lleva terminará siendo un montón de escombros.
Bueno, pues has de saber que Granizo, el nuevo, pero que se está derrumbando igual que el mundo que lo sustentó, lo construyó el abuelo de Angelita, que es familia mía por parte de padre. Por eso te lo explico, por cómo me lo ha contado ella de forma tranquila, con esa voz profunda que tiene y la manera  pausada tan distinguida con la que cuenta las cosas. Al tiempo que lo cuenta se le humedecen los ojos, porque se le remueven cosas por dentro. Seguramente a ti también te sucede con cosas parecidas, porque a las entrañas no hay quien les ponga orden. Y a veces desde dentro te sale esa hormiguilla que se manifiesta en tu cara, sin que seas capaz de ponerle orden.
Angelita subía casi todos los días a Granizo desde las Cuevas de las Quinterías, donde vivía.  Subía cruzando el portillo que hay barranco arriba, por una senda a su vera. Una de esas sendas antiguas que ya no existen. Como tantas sendas que hilaban afectos y emociones,  y que ya no existen, ya te digo.
Subía a ver a su abuelo. Y así me lo recuerda, con esa humedad en los ojos que te digo. Subía casi a diario. En plena juventud. Y ya sabes lo que tiene esa edad. Cómo te tomas las cosas y cómo las recuerdas. Angelita recuerda aquella casa tal que la estuviera viendo. La cocina espaciosa, el patio con corral, las cámaras para granero, el palomar, las alcobas. Los acabados de la fachada, los revoltones del techo. La solidez de la obra de piedra, de piedra de estas sierras de Pincorto, del Talón, de Hoya Celá, que anteceden a las cumbres soberbias de la mismísima Sierra de las Cabras.
Qué categoría tendría Granizo, y qué anchuras, que allí hizo su boda Angelita. Y cómo no se va a acordar. Casó con su hombre, su único hombre hasta la eternidad. Y recuerda todo al detalle. Lo de recordar con detalle no es cosa común, porque por lo visto cada memoria de cada persona se comporta como a ella le da la idea. Y fíjate que esos rincones de la memoria a veces son los más importantes, porque toman fuerza con el tiempo, pero son tales los vericuetos que tienen que atravesar los pensamientos que te resulta imposible acceder a ellos. Sin embargo, algunos que conozco acceden por esos vericuetos con una facilidad envidiable. Y eso le sucede a Angelita con Granizo y otras cosas.
Por eso Angelita tiene tanta añoranza de Granizo. Probablemente tú también la tendrías. Más que probable, seguro. Si pasas por su lado, y más aún si lo haces en un momento especial, como lo hizo mi amigo Ángel Santoyo cuando hizo esta foto que he puesto aquí, es cierto que no te quedarás impasible. Si tienes alma, no permanecerás impasible.

sábado, 17 de agosto de 2019

ENCUENTRO



Desde un recodo que hace la pista que sube a la Sierra de Villafuerte se ve, ancho, el Campo de San Juan. Allí me detengo y recuerdo.
- Hoy no sale el coche de Nerpio.
Eso le dijeron a Pedro al llegar al pueblo procedente de esa parte de la costa, con su primer permiso del servicio militar.
Entonces se fue a la carretera con el petate a las costillas a probar suerte, por si pasaba algún coche. Cielo plomizo y gotas finas.
En los años cincuenta apenas pasaban coches por la carretera. Bueno, no pasaban porque no había. Pero atinó a pillar uno. Le echó el alto y el coche, un Citroën Pato del año 48, se detuvo. Iba a Hoya Lóbrega. No sé cómo, porque hasta allí no podían entrar coches en esos años cincuenta, pero esa dirección llevaba.
Por la carretera blanca y pedregosa, entre ruidos y brincos, en ese coche negro y pesado, llegaron a la Fuente Mellina, antes de encarar la sierra.
Pedro se bajó del coche con la lluvia arreciando y le dio las gracias a su dueño y conductor. Cielo gris, cerrado. El Picacho Trenzas tapado, igual que la Sierra de Carreño. Cortinas de agua por los zacatinejos, que dicen los de Letur.
Pero un joven puede con todo. Paso a paso, calándose hasta los huesos, Pedro hizo los cuatro kilómetros hasta la Venta Nueva. Allí lo atendió aquella gente tan buena. Se secó lo que pudo, le dieron comida y una manta de cujón de esas de Santiago de la Espada o, a lo mejor, de las que tejían las mujeres en aquel tiempo. Esas mantas se aprietan y apenas dejan pasar el agua, pero aún así le temblaban todos los huesos.
Penando, llegó a El Sabinar. Noche cerrada.
Llamó a la puerta. ¿Quién será con este temporal? Le abrieron.
-¡Madre!
-Hijo, ¿eres tú?
Así me lo contaba Pedro, de Sorbas, con la voz quebrada, a sus noventa años.

lunes, 5 de agosto de 2019

AL PINO BLANCO, AL PINO SALGAREÑO.



¿Qué tendrán esos árboles?, ¿por qué me detengo a mirarlos? Si no tengo interés material en ellos, ¿por qué los admiro y, a veces, hasta me emocionan? Si en esta fase de la vida ya no los estudio, ¿por qué les hago tantas fotografías y me fijo en sus detalles?
Quizás sea el misterio que contienen en su perfil, o en sus adentros. Inmóviles, amarrados a la tierra hasta lo inverosímil. Enraizados contra la propia voluntad del suelo.
Los pinos salgareños buscan las vertientes umbrosas, incluso las cumbres; ahí se yerguen con valentía.  Dicen que desde hace quinientos años han retrocedido más de 400 metros en altitud, en un proceso que se inició después de la última glaciación. Eso dicen los que saben.
Cuando me los encuentro me vibra una especie de emoción, difícil de explicar. Ninguno es igual, ni en su forma, ni en su reacción ante la vida. Parece que estén mostrando su interior, algo así como los metadatos de las imágenes digitales, diversos en cada uno de ellos.
Su historia, o la historia de sus antepasados. Como si fueran de verdad conscientes de sus esencias, o de su identidad. Dicen que el Pino Galapán, en las agrestes sierras de Santiago de la Espada, tiene quinientos años de edad y cuarenta metros de alto. Hay otros, altos y recios, como el Pino del Toril, en Molinicos, o el Pino Lorito, en el Barranco Romero, de Nerpio, también de larga vida. O sea que, ahí inmóviles, dan testimonio de su historia. Declaran la ignominia de los hombres y de sus abusos, que de manera masiva los talaron en ciertos tiempos, en estas sierras nuestras, especialmente la de Segura, que hace centro y a la que todos nos humillamos.
También su ser, su propia batalla vital. Ahí enraizados, sin poder moverse en defensa propia, declaran con su morfología su estado de ánimo. Yo tengo presente su soberbia, porque he visto esos pinos monumentales y me he sentido minúsculo ante ellos, pero lo que me admira de ellos es la respuesta que dan con su silueta a las dificultades de la vida. Se retuercen, reducen su copa, ensanchan su tronco, autoeliminan alguno de sus costados, vibran, se encojen, danzan ante el viento, se jibarizan ante los fríos de las cumbres. Cuando vas caminando y miras una línea de cumbres o un collado expuesto, vulnerable a la interperie y los ves ahí resistiendo, haciendo contorsiones con su silueta, te introduces en lo ignoto, en lo inexplicable.
Y es que, seguramente, la naturaleza nos enseña de vez en cuando alguno de sus símbolos para decirnos que no somos los únicos. Que no somos los únicos en sufrir, en herir al prójimo, o contrariamente en amarlo, en asociarnos para afrontar un emprendimiento. Que un árbol, fijado al suelo, sin posibilidad de esquivar los vientos, los hielos o las temperaturas extremas, también resiste, hace frente al día a día, a su fragilidad biológica, a las enfermedades que le pueden infringir los microorganismos. Sufrir seguro que sufre, porque a estos pinos salgareños se les ve sufrir. Pero seguramente también disfrutan, cuando se les ve excelsos, con su corteza recia, blanca y gris, haciendo espirales o puzzles, o pinturas cubistas, luciendo su abundante follaje píceo.