sábado, 17 de agosto de 2019

ENCUENTRO



Desde un recodo que hace la pista que sube a la Sierra de Villafuerte se ve, ancho, el Campo de San Juan. Allí me detengo y recuerdo.
- Hoy no sale el coche de Nerpio.
Eso le dijeron a Pedro al llegar al pueblo procedente de esa parte de la costa, con su primer permiso del servicio militar.
Entonces se fue a la carretera con el petate a las costillas a probar suerte, por si pasaba algún coche. Cielo plomizo y gotas finas.
En los años cincuenta apenas pasaban coches por la carretera. Bueno, no pasaban porque no había. Pero atinó a pillar uno. Le echó el alto y el coche, un Citroën Pato del año 48, se detuvo. Iba a Hoya Lóbrega. No sé cómo, porque hasta allí no podían entrar coches en esos años cincuenta, pero esa dirección llevaba.
Por la carretera blanca y pedregosa, entre ruidos y brincos, en ese coche negro y pesado, llegaron a la Fuente Mellina, antes de encarar la sierra.
Pedro se bajó del coche con la lluvia arreciando y le dio las gracias a su dueño y conductor. Cielo gris, cerrado. El Picacho Trenzas tapado, igual que la Sierra de Carreño. Cortinas de agua por los zacatinejos, que dicen los de Letur.
Pero un joven puede con todo. Paso a paso, calándose hasta los huesos, Pedro hizo los cuatro kilómetros hasta la Venta Nueva. Allí lo atendió aquella gente tan buena. Se secó lo que pudo, le dieron comida y una manta de cujón de esas de Santiago de la Espada o, a lo mejor, de las que tejían las mujeres en aquel tiempo. Esas mantas se aprietan y apenas dejan pasar el agua, pero aún así le temblaban todos los huesos.
Penando, llegó a El Sabinar. Noche cerrada.
Llamó a la puerta. ¿Quién será con este temporal? Le abrieron.
-¡Madre!
-Hijo, ¿eres tú?
Así me lo contaba Pedro, de Sorbas, con la voz quebrada, a sus noventa años.

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