En nuestra
infancia había pocas cosas. A veces retuerzo mi memoria para recordar aquellos
tiempos sin televisión o con muy poca
televisión, y no lo consigo. Quizás sea porque cuando dejas de ser niño devienes
en otro ser distinto y la naturaleza es de tal manera que aplasta dentro de ti
el tiempo pasado.
Pero con las
pocas cosas que había llenabas tu ilusión. Eso sí lo recuerdo. Algunos domingos por la mañana comprabas un tebeo de
Pumby, unas bolas de pasta de esas malas, de perra gorda, o de china si podías
estirarte un poco, y ya, en días especiales, de cristal. Aún recuerdo una de esas de cristal, que me
duró mucho tiempo, con irisaciones verdes y azules. Como había que ir a misa, las comprábamos
enfrente de la iglesia, en la librería vieja.
Entre las
pocas cosas que había también estaban la feria y las fiestas. Nada que ver con
las de ahora. En la feria había unas casetas de juguetes muy buenas. Eran de
color azul y extendían una visera de la que colgaban juguetes que después no
volvías a ver en todo el año. Ya no hay casetas de esas en las ferias de ahora.
Hay otras cosas.
Las atracciones de feria han cambiado menos,
porque el mundo de los feriantes es viejo y trasnochado, colmado de decadencia,
igual que el circo y otras reliquias que el tiempo embolsa en una cápsula
estanca.
En las ferias
el ambiente era abigarrado y a las
poblaciones que tenían un poco de centralidad acudía una inusual variedad de
gente: tratantes, chalanes, feriantes,
titiriteros… Personajes inéditos o poco comunes que se buscaban la vida
con cualquier cosa, al socaire del gentío. Las posadas se convertían en el reservorio de
ese mundo promiscuo y diverso, que se solapaba con los cotidianos arrieros que
paraban con sus carros o sus caballerías para proveerse de género, o con los
serranos y campesinos que acudían a vender sus magros excedentes al pueblo.
Para los niños
lo más accesible en las ferias eran los puestos de turroneros, los carros de
chambis y otros establecimientos menores, que despachaban pequeñeces, caramelos de Hellín, peladillas, almendras
garrapiñadas, pan de higo, altramuces, palo dulce…
Dentro de ese
territorio menudo se encuadraban dos hombres -uno de nombre Antonio y otro que
no recuerdo- que de feria en feria llegaban
hasta Caravaca procedentes de Sanlúcar de Barrameda y se hospedaban en una posada. Tenían maneras refinadas, posiblemente por su condición homosexual, y
se fabricaban ellos mismos sus productos. Con un fornel caramelizaban pequeñas
exquisiteces: sultanas de coco y huevo, manzanas y cerezas caramelizadas,
garrotillas de dos colores, chupetes de caramelo… Los porteaban en un carrillo,
que era su puesto de venta.
Aquellos hombres estaban cerca de los niños,
porque seguramente es propio de la vida que se hilvanen sensibilidades entre
los débiles frente al común aplastamiento
de los fuertes. También es común el
aplastamiento, mediante mofa o desprecio, de las expresiones de debilidad, como son la ternura,
el aprecio o el cariño.
Así, aun no
mostrando expresividad alguna de su relación homosexual, aquellos dos hombres
debían transpirar esa debilidad tierna y bondadosa, tan contraria al estado
social dominante.
El caso es que
uno de esos días de feria, después de un horrible anochecer, los dos hombres de Sanlúcar llegaron a deshoras a la posada, que ya estaba cerrada.
Golpearon la
puerta.
-Por amor de
Dios, abrid.
Tras la
insistencia, quienes escucharon los golpes llamaron a los posaderos. Cuando
estos abrieron, con sorpresa en la mirada pudieron ver horrorizados a los dos
hombres plantados en la puerta, en pánico, arrastrando su carrillo destrozado,
con el rostro lleno de magulladuras y el cuerpo molido de golpes.
Los posaderos
y los huéspedes atendieron a los heridos como mejor supieron, pero no pudieron
evitar que aquel fuese el final de la relación amable de aquellos
dos señores de Sanlúcar de Barrameda con los niños.
Jamás volvieron.
Los machotes
que con violencia descargaron su ira contra esas dos personas indefensas exhibieron
después su hombría con orgullo, ante la sucia mezcla de cobardía, gregarismo y
silencio cómplice de los presentes en tan repugnante acción.