miércoles, 27 de mayo de 2020

MACHOTES



En nuestra infancia había pocas cosas. A veces retuerzo mi memoria para recordar aquellos tiempos sin televisión  o con muy poca televisión,  y no lo consigo.  Quizás sea porque cuando dejas de ser niño devienes en otro ser distinto y la naturaleza es de tal manera que aplasta dentro de ti el tiempo pasado.
Pero con las pocas cosas que había llenabas tu ilusión. Eso sí lo recuerdo. Algunos  domingos por la mañana comprabas un tebeo de Pumby, unas bolas de pasta de esas malas, de perra gorda, o de china si podías estirarte un poco, y ya, en días especiales, de cristal.  Aún recuerdo una de esas de cristal, que me duró mucho tiempo, con irisaciones verdes y azules.  Como había que ir a misa, las comprábamos enfrente de la iglesia, en la librería vieja.
Entre las pocas cosas que había también estaban la feria y las fiestas. Nada que ver con las de ahora. En la feria había unas casetas de juguetes muy buenas. Eran de color azul y extendían una visera de la que colgaban juguetes que después no volvías a ver en todo el año. Ya no hay casetas de esas en las ferias de ahora. Hay otras cosas.
 Las atracciones de feria han cambiado menos, porque el mundo de los feriantes es viejo y trasnochado, colmado de decadencia, igual que el circo y otras reliquias que el tiempo embolsa en una cápsula estanca.
En las ferias el ambiente era abigarrado y  a las poblaciones que tenían un poco de centralidad acudía una inusual variedad de gente: tratantes, chalanes, feriantes,  titiriteros… Personajes inéditos o poco comunes que se buscaban la vida con cualquier cosa, al socaire del gentío.  Las posadas se convertían en el reservorio de ese mundo promiscuo y diverso, que se solapaba con los cotidianos arrieros que paraban con sus carros o sus caballerías para proveerse de género, o con los serranos y campesinos que acudían a vender sus magros excedentes al pueblo.
Para los niños lo más accesible en las ferias eran los puestos de turroneros, los carros de chambis y otros establecimientos menores, que despachaban pequeñeces,  caramelos de Hellín, peladillas, almendras garrapiñadas, pan de higo, altramuces, palo dulce…
Dentro de ese territorio menudo se encuadraban dos hombres -uno de nombre Antonio y otro que no recuerdo-  que de feria en feria llegaban hasta Caravaca procedentes de Sanlúcar de Barrameda y se hospedaban en una posada. Tenían maneras refinadas, posiblemente por su condición homosexual, y se fabricaban ellos mismos sus productos. Con un fornel caramelizaban pequeñas exquisiteces: sultanas de coco y huevo, manzanas y cerezas caramelizadas, garrotillas de dos colores, chupetes de caramelo… Los porteaban en un carrillo, que era su puesto de venta.
 Aquellos hombres estaban cerca de los niños, porque seguramente es propio de la vida que se hilvanen sensibilidades entre los débiles frente al común  aplastamiento de los fuertes.  También es común el aplastamiento, mediante mofa o desprecio, de las  expresiones de debilidad, como son la ternura, el aprecio o el cariño.
Así, aun no mostrando expresividad alguna de su relación homosexual, aquellos dos hombres debían transpirar esa debilidad tierna y bondadosa, tan contraria al estado social dominante. 
El caso es que uno de esos días de feria, después de un horrible anochecer,  los dos hombres de Sanlúcar llegaron  a deshoras a la posada, que ya estaba cerrada.
Golpearon la puerta.
-Por amor de Dios, abrid.
Tras la insistencia, quienes escucharon los golpes llamaron a los posaderos. Cuando estos abrieron, con sorpresa en la mirada pudieron ver horrorizados a los dos hombres plantados en la puerta, en pánico, arrastrando su carrillo destrozado, con el rostro lleno de magulladuras y el cuerpo molido de golpes.  
Los posaderos y los huéspedes atendieron a los heridos como mejor supieron, pero no pudieron evitar que aquel fuese el final de la relación amable de aquellos dos señores de Sanlúcar de Barrameda con los niños.  Jamás volvieron.
Los machotes que con violencia descargaron su ira contra esas dos personas indefensas exhibieron después su hombría con orgullo, ante la sucia mezcla de cobardía, gregarismo y silencio cómplice de los presentes en tan repugnante acción.

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