¿Qué tendrán esos árboles?, ¿por qué me detengo a
mirarlos? Si no tengo interés material en ellos, ¿por qué los admiro y, a veces,
hasta me emocionan? Si en esta fase de la vida ya no los estudio, ¿por qué les
hago tantas fotografías y me fijo en sus detalles?
Quizás sea el misterio que contienen en su perfil,
o en sus adentros. Inmóviles, amarrados a la tierra hasta lo inverosímil.
Enraizados contra la propia voluntad del suelo.
Los pinos salgareños buscan las vertientes umbrosas,
incluso las cumbres; ahí se yerguen con valentía. Dicen que desde hace quinientos años han
retrocedido más de 400 metros en altitud, en un proceso que se inició después
de la última glaciación. Eso dicen los que saben.
Cuando me los encuentro me vibra una especie de
emoción, difícil de explicar. Ninguno es igual, ni en su forma, ni en su
reacción ante la vida. Parece que estén mostrando su interior, algo así como
los metadatos de las imágenes digitales, diversos en cada uno de ellos.
Su historia, o la historia de sus antepasados. Como
si fueran de verdad conscientes de sus esencias, o de su identidad. Dicen que
el Pino Galapán, en las agrestes sierras de Santiago de la Espada, tiene
quinientos años de edad y cuarenta metros de alto. Hay otros, altos y recios,
como el Pino del Toril, en Molinicos, o el Pino Lorito, en el Barranco Romero,
de Nerpio, también de larga vida. O sea que, ahí inmóviles, dan testimonio de
su historia. Declaran la ignominia de los hombres y de sus abusos, que de
manera masiva los talaron en ciertos tiempos, en estas sierras nuestras,
especialmente la de Segura, que hace centro y a la que todos nos humillamos.
También su ser, su propia batalla vital. Ahí
enraizados, sin poder moverse en defensa propia, declaran con su morfología su
estado de ánimo. Yo tengo presente su soberbia, porque he visto esos pinos
monumentales y me he sentido minúsculo ante ellos, pero lo que me admira de
ellos es la respuesta que dan con su silueta a las dificultades de la vida. Se
retuercen, reducen su copa, ensanchan su tronco, autoeliminan alguno de sus
costados, vibran, se encojen, danzan ante el viento, se jibarizan ante los
fríos de las cumbres. Cuando vas caminando y miras una línea de cumbres o un
collado expuesto, vulnerable a la interperie y los ves ahí resistiendo,
haciendo contorsiones con su silueta, te introduces en lo ignoto, en lo
inexplicable.
Y es que, seguramente, la naturaleza nos enseña de
vez en cuando alguno de sus símbolos para decirnos que no somos los únicos. Que
no somos los únicos en sufrir, en herir al prójimo, o contrariamente en amarlo,
en asociarnos para afrontar un emprendimiento. Que un árbol, fijado al suelo,
sin posibilidad de esquivar los vientos, los hielos o las temperaturas
extremas, también resiste, hace frente al día a día, a su fragilidad biológica,
a las enfermedades que le pueden infringir los microorganismos. Sufrir seguro
que sufre, porque a estos pinos salgareños se les ve sufrir. Pero seguramente
también disfrutan, cuando se les ve excelsos, con su corteza recia, blanca y
gris, haciendo espirales o puzzles, o pinturas cubistas, luciendo su abundante
follaje píceo.
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