En el vigésimo cuarto día de
confinamiento por la COVID-19 echo muchas cosas de menos. Entre ellas, y de
manera principal, aquello que afecta a los sentimientos, a los sentimientos
cotidianos. A esos que no sueles darle importancia normalmente.
Todo
el día entre consejos de médicos, sociólogos, epidemiólogos, terapeutas y
expertos de la más diversa índole, pendiente
de la última noticia, o envuelto en esa tóxica nube de noticias falsas, ajustes
de cuentas y otros males que por desgracia afloran en las pantallas de los
teléfonos móviles.
A
veces emocionado por las escenas de humanidad que se viven cada día. O buscando
paz en cosas que te transmiten serenidad, como la evocación del lento
transcurrir de la vida en aquel tiempo en que con subsistir ya era bastante,
porque todo lo demás brotaba del hervidero de la vida.
Pero,
en estos días, echo de menos las emociones que te depara la vida cada día, las
expectativas que te habías creado para la mañana siguiente. Y, sobre todo, echo
de menos a mis nietas, como seguramente les sucederá a tantos otros como yo,
que tienen nietas. Es decir, a los abuelos, a los que también dedico estas
palabras como gesto solidario. Echo de menos la espesura de vida que llevan
dentro y que explota a cada minuto del día, la energía que alimenta sus risas o
sus llantos. Esas preguntas que te sorprenden, aquella palabra que no sabes de
dónde la ha podido sacar una niña de tres años. La impaciencia de un niño,
frente a la paciencia de un abuelo, los dos extremos de la vida, que se unen en
un recorrido circular. El círculo, quizás la figura primigenia de la creación.
Donde acaba el abuelo empieza el nieto. Y así es todo. En el vigésimo cuarto
día de este exilio de la vida social por la COVID-19, echo de menos a esos
seres pequeños y llenos de energía que son mis nietas.
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