Cuando
terminaba el curso, en aquellos años sesenta y setenta, los estudiantes
solíamos echar unos días en el albaricoque, cosechando en el campo o trabajando
en las fábricas. Sacábamos unas perrujas para el verano, algunos para
caprichos, como era mi caso, otros para echar una mano a los padres en el pago
de los estudios del siguiente año, que entonces las cosas eran así. En aquel
trabajo coincidíamos con jornaleros que se ganaban la vida enlazando unos tajos
con otros. Acudían cuadrillas de los alrededores, de los pueblos de la sierra,
de los cortijos, de las aldeas. Gente recia, acostumbrada a trabajar. A nosotros
nos decían los “estudiaores” y nos trataban con una mezcla de superioridad,
pena y ternura.
-Nene,
que eso no se hace así. Hay que coger a dos manos. Y no te subas al perigallo de
esa manera que te vas a dar un porrazo.
Su
rendimiento no tenía nada que ver con el nuestro, ni su fuerza, ni resistencia.
Ni tampoco su capacidad de resignación, tan propia de las gentes de esta
tierra. Lo digo por mí, que alguno de mis amigos aún alardea de que trabajaba
tanto como un hombre de aquellos. En mi caso y en algún otro, en más de una
ocasión, el cabezalero nos dijo al terminar la jornada:
-Mañana
no vuelvas.
Para
mí, eso podía incluso suponer un alivio. Para aquellos hombres, acostumbrados a
duros trabajos, y necesitados de los magros jornales, eso podía ser un drama.
Entonces, para la mayoría, ni había contratos, ni seguros sociales, ni leches.
Por
lo general, los cabezaleros, cuando ibas a jornal, no te permitían parar a las
seis en punto de la tarde. Tenías que echar media hora más, que no te pagaban,
y después sacar las cajas al camino o incluso cargarlas en el camión. Una de
las veces que me dijo el cabezalero “no vuelvas” fue porque me senté en el
ribazo a las seis en punto y dije que no echaba un albaricoque más al capazo.
Aquellos jornaleros no podían permitirse esa pequeña rebeldía. Así era la vida.
Todo
eso me ha venido a la memoria con motivo de la falta de trabajadores –sobre
todo inmigrantes- para recoger la cosecha de distintos productos del campo por
causa del confinamiento que padecemos y del cierre de fronteras. Y es que una
gran parte de los jornaleros de ahora vienen de Europa Oriental, de África, de
América Latina, como seguramente sabrás.
Pues
bien, el gobierno, o quien sea, determinó hace unos días hacer un llamamiento
para intentar suplir con mano de obra nacional a esos inmigrantes que no van a
venir. Ciertamente, cuando escuché esa noticia sentí curiosidad por ver el
resultado del llamamiento. Y datos, lo que son datos, no he podido recabar.
Pero el otro día escuché en la radio a un agricultor de Guadalajara que produce
espárragos y el hombre se lamentaba de que una parte importante de la cosecha
se quedaría en el bancal por la falta de mano de obra. Ante esa desalentadora
aseveración, el periodista le preguntó por la incorporación de mano de obra
nacional. El agricultor respondió que a la llamada se habían incorporado pocos
españoles y que, además, el noventa por
ciento de ellos aguantaba uno o dos días; luego se iba, quedando los espárragos
en el bancal. Así es que comprenderán que me haya acordado de los “estudiaores”
de mis tiempos y de mi estilo.
Conclusión,
vaya mi respeto, admiración y gratitud hacia esos jornaleros españoles
auténticos, que todavía quedan, y, por supuesto, a marroquíes, senegales,
húngaros, rumanos, ecuatorianos… a toda esa gente necesitada y resistente por
sacarnos las castañas del fuego todos los años. Y, por cierto, a ver si fuera
posible que cobren lo que se merecen y vivan en condiciones dignas. Nada más.
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