Pero, siendo así como lo he explicado, tú ves la Peña
Rubia y el Cerro Gordo ahí inertes, impertérritos y puedes creer que son
eternos. Como pensaron los que inventaron leyendas de gigantes o los que imaginaron
en sus interioridades al propio infierno; o los que, en su locura humana, escalaron
sus escarpes ocres, rojizos y grises; o los que se tiraron desde la cumbre con
unas alas de madera pensando que volarían y se clavaron en los frailes de
piedra que ves en la ladera, lo cual no sé si es verdad, pero de niño me lo
contaban otros niños a los que les gustaba contar cosas.
Y
seguramente también los que las maldijeron por los duros trabajos que tuvieron
que hacer en ellas para obtener leña o carbón, o plantas buenas que da el
monte, aunque luego se mostraran agradecidos una vez en casa con sus magros
productos, de esa vieja Caravaca serrana, que fue, que se ignoró por los sabios
o por los que se creen sabios, los cuales abundan; y que desapareció.
Y también a los guerreros santiaguistas que se
protegieron con ellas. El caso es que en todos los tiempos, desde que el mundo
de los hombres existe, ese escarpe rotundo lo ves cuando te acercas a este
viejo y montaraz pueblo que es Caravaca. Y cuando llevas mucho tiempo sin venir
lo buscas desde lejos con la vista y, si eres de por aquí, se te forma
hormiguilla por dentro, porque te vienen los recuerdos y la añoranza, y ese
rescoldo que llevas dentro avivado por la memoria. Así hasta el final de tus
días o hasta que las delicadas fibras de tu cerebro se mantengan vivas.
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