lunes, 16 de diciembre de 2019

GRANIZO



Foto: Ángel Santoyo
Granizo es un cortijo del partido rural del río Moral, Nerpio (Albacete). Su propio enclave te pide detenerte y pensar en su origen, y admirar la contundencia del acogimiento que la naturaleza le proporciona. Y preguntarte por qué está derrotado, vencidos sus muros, hundida su techumbre.  Ese hermoso edificio construido a cuatro aguas, con técnicas inusuales en estas sierras. ¿Quién habrá vivido allí?, ¿cuál habrá sido la razón de su nacimiento, de su vida y su muerte?
A Granizo, el viejo, lo construyó quien fuese hace siglos un poco más abajo, cerca del hondo del barranco. Pero sería en los inicios del pasado siglo XX cuando, huyendo de humedades y aguas malhumoradas, lo volvieron a levantar en el sitio que ahora está, mientras siga estando, claro, porque al paso que lleva terminará siendo un montón de escombros.
Bueno, pues has de saber que Granizo, el nuevo, pero que se está derrumbando igual que el mundo que lo sustentó, lo construyó el abuelo de Angelita, que es familia mía por parte de padre. Por eso te lo explico, por cómo me lo ha contado ella de forma tranquila, con esa voz profunda que tiene y la manera  pausada tan distinguida con la que cuenta las cosas. Al tiempo que lo cuenta se le humedecen los ojos, porque se le remueven cosas por dentro. Seguramente a ti también te sucede con cosas parecidas, porque a las entrañas no hay quien les ponga orden. Y a veces desde dentro te sale esa hormiguilla que se manifiesta en tu cara, sin que seas capaz de ponerle orden.
Angelita subía casi todos los días a Granizo desde las Cuevas de las Quinterías, donde vivía.  Subía cruzando el portillo que hay barranco arriba, por una senda a su vera. Una de esas sendas antiguas que ya no existen. Como tantas sendas que hilaban afectos y emociones,  y que ya no existen, ya te digo.
Subía a ver a su abuelo. Y así me lo recuerda, con esa humedad en los ojos que te digo. Subía casi a diario. En plena juventud. Y ya sabes lo que tiene esa edad. Cómo te tomas las cosas y cómo las recuerdas. Angelita recuerda aquella casa tal que la estuviera viendo. La cocina espaciosa, el patio con corral, las cámaras para granero, el palomar, las alcobas. Los acabados de la fachada, los revoltones del techo. La solidez de la obra de piedra, de piedra de estas sierras de Pincorto, del Talón, de Hoya Celá, que anteceden a las cumbres soberbias de la mismísima Sierra de las Cabras.
Qué categoría tendría Granizo, y qué anchuras, que allí hizo su boda Angelita. Y cómo no se va a acordar. Casó con su hombre, su único hombre hasta la eternidad. Y recuerda todo al detalle. Lo de recordar con detalle no es cosa común, porque por lo visto cada memoria de cada persona se comporta como a ella le da la idea. Y fíjate que esos rincones de la memoria a veces son los más importantes, porque toman fuerza con el tiempo, pero son tales los vericuetos que tienen que atravesar los pensamientos que te resulta imposible acceder a ellos. Sin embargo, algunos que conozco acceden por esos vericuetos con una facilidad envidiable. Y eso le sucede a Angelita con Granizo y otras cosas.
Por eso Angelita tiene tanta añoranza de Granizo. Probablemente tú también la tendrías. Más que probable, seguro. Si pasas por su lado, y más aún si lo haces en un momento especial, como lo hizo mi amigo Ángel Santoyo cuando hizo esta foto que he puesto aquí, es cierto que no te quedarás impasible. Si tienes alma, no permanecerás impasible.

sábado, 17 de agosto de 2019

ENCUENTRO



Desde un recodo que hace la pista que sube a la Sierra de Villafuerte se ve, ancho, el Campo de San Juan. Allí me detengo y recuerdo.
- Hoy no sale el coche de Nerpio.
Eso le dijeron a Pedro al llegar al pueblo procedente de esa parte de la costa, con su primer permiso del servicio militar.
Entonces se fue a la carretera con el petate a las costillas a probar suerte, por si pasaba algún coche. Cielo plomizo y gotas finas.
En los años cincuenta apenas pasaban coches por la carretera. Bueno, no pasaban porque no había. Pero atinó a pillar uno. Le echó el alto y el coche, un Citroën Pato del año 48, se detuvo. Iba a Hoya Lóbrega. No sé cómo, porque hasta allí no podían entrar coches en esos años cincuenta, pero esa dirección llevaba.
Por la carretera blanca y pedregosa, entre ruidos y brincos, en ese coche negro y pesado, llegaron a la Fuente Mellina, antes de encarar la sierra.
Pedro se bajó del coche con la lluvia arreciando y le dio las gracias a su dueño y conductor. Cielo gris, cerrado. El Picacho Trenzas tapado, igual que la Sierra de Carreño. Cortinas de agua por los zacatinejos, que dicen los de Letur.
Pero un joven puede con todo. Paso a paso, calándose hasta los huesos, Pedro hizo los cuatro kilómetros hasta la Venta Nueva. Allí lo atendió aquella gente tan buena. Se secó lo que pudo, le dieron comida y una manta de cujón de esas de Santiago de la Espada o, a lo mejor, de las que tejían las mujeres en aquel tiempo. Esas mantas se aprietan y apenas dejan pasar el agua, pero aún así le temblaban todos los huesos.
Penando, llegó a El Sabinar. Noche cerrada.
Llamó a la puerta. ¿Quién será con este temporal? Le abrieron.
-¡Madre!
-Hijo, ¿eres tú?
Así me lo contaba Pedro, de Sorbas, con la voz quebrada, a sus noventa años.

lunes, 5 de agosto de 2019

AL PINO BLANCO, AL PINO SALGAREÑO.



¿Qué tendrán esos árboles?, ¿por qué me detengo a mirarlos? Si no tengo interés material en ellos, ¿por qué los admiro y, a veces, hasta me emocionan? Si en esta fase de la vida ya no los estudio, ¿por qué les hago tantas fotografías y me fijo en sus detalles?
Quizás sea el misterio que contienen en su perfil, o en sus adentros. Inmóviles, amarrados a la tierra hasta lo inverosímil. Enraizados contra la propia voluntad del suelo.
Los pinos salgareños buscan las vertientes umbrosas, incluso las cumbres; ahí se yerguen con valentía.  Dicen que desde hace quinientos años han retrocedido más de 400 metros en altitud, en un proceso que se inició después de la última glaciación. Eso dicen los que saben.
Cuando me los encuentro me vibra una especie de emoción, difícil de explicar. Ninguno es igual, ni en su forma, ni en su reacción ante la vida. Parece que estén mostrando su interior, algo así como los metadatos de las imágenes digitales, diversos en cada uno de ellos.
Su historia, o la historia de sus antepasados. Como si fueran de verdad conscientes de sus esencias, o de su identidad. Dicen que el Pino Galapán, en las agrestes sierras de Santiago de la Espada, tiene quinientos años de edad y cuarenta metros de alto. Hay otros, altos y recios, como el Pino del Toril, en Molinicos, o el Pino Lorito, en el Barranco Romero, de Nerpio, también de larga vida. O sea que, ahí inmóviles, dan testimonio de su historia. Declaran la ignominia de los hombres y de sus abusos, que de manera masiva los talaron en ciertos tiempos, en estas sierras nuestras, especialmente la de Segura, que hace centro y a la que todos nos humillamos.
También su ser, su propia batalla vital. Ahí enraizados, sin poder moverse en defensa propia, declaran con su morfología su estado de ánimo. Yo tengo presente su soberbia, porque he visto esos pinos monumentales y me he sentido minúsculo ante ellos, pero lo que me admira de ellos es la respuesta que dan con su silueta a las dificultades de la vida. Se retuercen, reducen su copa, ensanchan su tronco, autoeliminan alguno de sus costados, vibran, se encojen, danzan ante el viento, se jibarizan ante los fríos de las cumbres. Cuando vas caminando y miras una línea de cumbres o un collado expuesto, vulnerable a la interperie y los ves ahí resistiendo, haciendo contorsiones con su silueta, te introduces en lo ignoto, en lo inexplicable.
Y es que, seguramente, la naturaleza nos enseña de vez en cuando alguno de sus símbolos para decirnos que no somos los únicos. Que no somos los únicos en sufrir, en herir al prójimo, o contrariamente en amarlo, en asociarnos para afrontar un emprendimiento. Que un árbol, fijado al suelo, sin posibilidad de esquivar los vientos, los hielos o las temperaturas extremas, también resiste, hace frente al día a día, a su fragilidad biológica, a las enfermedades que le pueden infringir los microorganismos. Sufrir seguro que sufre, porque a estos pinos salgareños se les ve sufrir. Pero seguramente también disfrutan, cuando se les ve excelsos, con su corteza recia, blanca y gris, haciendo espirales o puzzles, o pinturas cubistas, luciendo su abundante follaje píceo.

MI VIDA DE SIEMPRE- SEGUNDA ÉPOCA

Vuelvo a escribir en este viejo blog, que algunos amigos leíais de vez en cuando. Lo hago pasado el tiempo y con algunos cambios en "mi vida de siempre". En esta segunda época escribiré poco o nada de cuestiones de actualidad, que casi siempre me enfadan o, en el mejor de los casos, me hastían.
Compartiré visiones del paisaje, de la naturaleza, de la vieja vida campesina y de un mundo que existió y no tiene visos de retornar. Intentaré no caer en la nostalgia, aunque a veces lo parezca, porque la parte emocional que uno lleva dentro es resultado de la vida, de lo que sucedió y no volverá. Y, en fin, con humildad, buscaré de trasladaros cosas hermosas que hay en mi alrededor, alegres, tristes, grandes, pequeñas, fáciles o difíciles, pero eso, cosas que a mí me parecen hermosas.

Dejo alguna entrada antigua, que tiene que ver con esta segunda época.