Desde un recodo que hace la pista que sube a la Sierra de Villafuerte se ve, ancho, el Campo de San Juan. Allí me detengo y recuerdo.
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Hoy no sale el coche de Nerpio.
Eso
le dijeron a Pedro al llegar al pueblo procedente de esa parte de la
costa, con su primer permiso del servicio militar.
Entonces
se fue a la carretera con el petate a las costillas a probar suerte,
por si pasaba algún coche. Cielo plomizo y gotas finas.
En
los años cincuenta apenas pasaban coches por la carretera. Bueno, no
pasaban porque no había. Pero atinó a pillar uno. Le echó el alto
y el coche, un Citroën Pato del año 48, se detuvo. Iba a Hoya
Lóbrega. No sé cómo, porque hasta allí no podían entrar coches
en esos años cincuenta, pero esa dirección llevaba.
Por
la carretera blanca y pedregosa, entre ruidos y brincos, en ese coche
negro y pesado, llegaron a la Fuente Mellina, antes de encarar la
sierra.
Pedro
se bajó del coche con la lluvia arreciando y le dio las gracias a su
dueño y conductor. Cielo gris, cerrado. El Picacho Trenzas tapado,
igual que la Sierra de Carreño. Cortinas de agua por los
zacatinejos, que dicen los de Letur.
Pero
un joven puede con todo. Paso a paso, calándose hasta los huesos,
Pedro hizo los cuatro kilómetros hasta la Venta Nueva. Allí lo
atendió aquella gente tan buena. Se secó lo que pudo, le dieron
comida y una manta de cujón de esas de Santiago de la Espada o, a lo
mejor, de las que tejían las mujeres en aquel tiempo. Esas mantas se
aprietan y apenas dejan pasar el agua, pero aún así le temblaban
todos los huesos.
Penando,
llegó a El Sabinar. Noche cerrada.
Llamó
a la puerta. ¿Quién será con este temporal? Le abrieron.
-¡Madre!
-Hijo,
¿eres tú?
Así
me lo contaba Pedro, de Sorbas, con la voz quebrada, a sus noventa
años.