domingo, 26 de abril de 2020

"ESTUDIAORES", JORNALEROS Y OTRAS COSAS DE TRABAJAR EN EL CAMPO




Cuando terminaba el curso, en aquellos años sesenta y setenta, los estudiantes solíamos echar unos días en el albaricoque, cosechando en el campo o trabajando en las fábricas. Sacábamos unas perrujas para el verano, algunos para caprichos, como era mi caso, otros para echar una mano a los padres en el pago de los estudios del siguiente año, que entonces las cosas eran así. En aquel trabajo coincidíamos con jornaleros que se ganaban la vida enlazando unos tajos con otros. Acudían cuadrillas de los alrededores, de los pueblos de la sierra, de los cortijos, de las aldeas. Gente recia, acostumbrada a trabajar. A nosotros nos decían los “estudiaores” y nos trataban con una mezcla de superioridad, pena y ternura.
-Nene, que eso no se hace así. Hay que coger a dos manos. Y no te subas al perigallo de esa manera que te vas a dar un porrazo.
Su rendimiento no tenía nada que ver con el nuestro, ni su fuerza, ni resistencia. Ni tampoco su capacidad de resignación, tan propia de las gentes de esta tierra. Lo digo por mí, que alguno de mis amigos aún alardea de que trabajaba tanto como un hombre de aquellos. En mi caso y en algún otro, en más de una ocasión, el cabezalero nos dijo al terminar la jornada:
-Mañana no vuelvas.
Para mí, eso podía incluso suponer un alivio. Para aquellos hombres, acostumbrados a duros trabajos, y necesitados de los magros jornales, eso podía ser un drama. Entonces, para la mayoría, ni había contratos, ni seguros sociales, ni leches.
Por lo general, los cabezaleros, cuando ibas a jornal, no te permitían parar a las seis en punto de la tarde. Tenías que echar media hora más, que no te pagaban, y después sacar las cajas al camino o incluso cargarlas en el camión. Una de las veces que me dijo el cabezalero “no vuelvas” fue porque me senté en el ribazo a las seis en punto y dije que no echaba un albaricoque más al capazo. Aquellos jornaleros no podían permitirse esa pequeña rebeldía. Así era la vida.
Todo eso me ha venido a la memoria con motivo de la falta de trabajadores –sobre todo inmigrantes- para recoger la cosecha de distintos productos del campo por causa del confinamiento que padecemos y del cierre de fronteras. Y es que una gran parte de los jornaleros de ahora vienen de Europa Oriental, de África, de América Latina, como seguramente sabrás.
Pues bien, el gobierno, o quien sea, determinó hace unos días hacer un llamamiento para intentar suplir con mano de obra nacional a esos inmigrantes que no van a venir. Ciertamente, cuando escuché esa noticia sentí curiosidad por ver el resultado del llamamiento. Y datos, lo que son datos, no he podido recabar. Pero el otro día escuché en la radio a un agricultor de Guadalajara que produce espárragos y el hombre se lamentaba de que una parte importante de la cosecha se quedaría en el bancal por la falta de mano de obra. Ante esa desalentadora aseveración, el periodista le preguntó por la incorporación de mano de obra nacional. El agricultor respondió que a la llamada se habían incorporado pocos españoles y  que, además, el noventa por ciento de ellos aguantaba uno o dos días; luego se iba, quedando los espárragos en el bancal. Así es que comprenderán que me haya acordado de los “estudiaores” de mis tiempos y de mi estilo.
Conclusión, vaya mi respeto, admiración y gratitud hacia esos jornaleros españoles auténticos, que todavía quedan, y, por supuesto, a marroquíes, senegales, húngaros, rumanos, ecuatorianos… a toda esa gente necesitada y resistente por sacarnos las castañas del fuego todos los años. Y, por cierto, a ver si fuera posible que cobren lo que se merecen y vivan en condiciones dignas. Nada más.

martes, 7 de abril de 2020

ECHO DE MENOS





            En el vigésimo cuarto día de confinamiento por la COVID-19 echo muchas cosas de menos. Entre ellas, y de manera principal, aquello que afecta a los sentimientos, a los sentimientos cotidianos. A esos que no sueles darle importancia normalmente.
Todo el día entre consejos de médicos, sociólogos, epidemiólogos, terapeutas y expertos de la más diversa índole,  pendiente de la última noticia, o envuelto en esa tóxica nube de noticias falsas, ajustes de cuentas y otros males que por desgracia afloran en las pantallas de los teléfonos móviles.
A veces emocionado por las escenas de humanidad que se viven cada día. O buscando paz en cosas que te transmiten serenidad, como la evocación del lento transcurrir de la vida en aquel tiempo en que con subsistir ya era bastante, porque todo lo demás brotaba del hervidero de la vida.
Pero, en estos días, echo de menos las emociones que te depara la vida cada día, las expectativas que te habías creado para la mañana siguiente. Y, sobre todo, echo de menos a mis nietas, como seguramente les sucederá a tantos otros como yo, que tienen nietas. Es decir, a los abuelos, a los que también dedico estas palabras como gesto solidario. Echo de menos la espesura de vida que llevan dentro y que explota a cada minuto del día, la energía que alimenta sus risas o sus llantos. Esas preguntas que te sorprenden, aquella palabra que no sabes de dónde la ha podido sacar una niña de tres años. La impaciencia de un niño, frente a la paciencia de un abuelo, los dos extremos de la vida, que se unen en un recorrido circular. El círculo, quizás la figura primigenia de la creación. Donde acaba el abuelo empieza el nieto. Y así es todo. En el vigésimo cuarto día de este exilio de la vida social por la COVID-19, echo de menos a esos seres pequeños y llenos de energía que son mis nietas.