Juan
Pedro, “el Piojo”, nació en Caravaca, el
año 1938. A su padre biológico se lo llevaron al frente y jamás regresó. No lo
pudo conocer. En la larga postguerra Juan Pedro sufrió, como tantos españoles,
los terribles efectos de esa España negra.
Pero
Juan Pedro no relata con aspereza su infancia, ni su juventud, aunque se
reivindica con dignidad. Eso sí, recuerda a su madre con ternura y refiere, con
sencilla transparencia, sus penurias para combatir el hambre de los suyos.
Como
tantos caravaqueños buscó, para sobrevivir, en la huerta y en los magros
productos que da el monte; cargas de leña o de piñas sobre todo, además de
guíscanos, espárragos y otros manjares más escasos.
Y
después fue carbonero. Ese oficio es su seña de identidad. Te cuenta con
entusiasmo los tajos de carbón en los que trabajó, junto a sus hermanos, su
padre adoptivo y otras estirpes de carboneros caravaqueños. Hacer carbón es una
tarea dura. Seguramente, de las más duras que haya habido. Además es
arriesgada, no siendo pocos los que han perdido la vida en las tareas o en la
vigilancia de las carboneras. Pero Juan Pedro cuenta sus tiempos de carbonero
poniendo el sufrimiento como anécdota y elevando a categoría de arte y
sabiduría los conocimientos que le llegaron por transmisión de padres a hijos.
Montar la carbonera, emparejando bien el solar o empotrarla bien en el talud,
con sus armeros perfectamente formados, redondeando la culata, colocando en
orden los troncos y las ramas de los pinos o de las carrascas sin que en la
fachada de la carbonera sobresalieran unos centímetros, enripiando para que se
aireara lo justo, ajumiando y después aterrando. Y sobre todo, practicando los
respiraderos para prender la carbonera, ir repretándola para convertir toda esa
biomasa en carbón, y evitando una combustión rápida e incluso un incendio.
A
Juan Pedro le brillan los ojos recordando los colores del carbón recién cocido.
Y el ruido que hacía cuando estaba en su punto. Rii, riii.
Cuando finiquitó el oficio de carbonero, Juan Pedro encontró trabajo en el servicio de
limpieza del ayuntamiento. Después se jubiló y con su humilde paga continuó sustentando
a su familia y alimentando sus pequeñas
ilusiones, que son los epígonos de su ser: buscar guíscanos, coger espárragos…
cosas de monte. Y algunos hechos más relevantes, como ir a Madrid al Bernabéu y
llevarlo en el recuerdo.
Con
su esfuerzo se pudo comprar un bancal en la huerta para cultivar sus patatas,
sus hortalizas. Y tener sus animales, sus gallinas, que a Juan Pedro le gusta
mucho recoger huevos para toda la familia, como en los tiempos de carbonero.
Con mucho capricho. Hasta puso una puerta de forja y un nombre y todo, así,
arriba. Y la Santísima Cruz.
Pero,
mira por donde, justo por su piazo le trazaron la autovía y se lo expropiaron,
por cuatro perras le expropiaron la ilusión de su vida. Para que veas, siempre
hay víctimas silenciosas, anónimas, de lo que llamamos progreso. Para que las
cosas sean como son, siempre dejamos ese rastro de víctimas. No digo nada más,
ni hago balance, ni nada de eso. Pero… que lo sepas.
Una
de las últimas veces que lo visité le noté un gesto de tristeza. Le pregunté si
ya no iba a sus gallinas. Después de quitarle su piazo, en la periferia del
pueblo puso media docena de gallinas que le mantenían tenso el cordón umbilical
que le une a su esencia serrana. “Han venido del ayuntamiento y las he tenido
que quitar”. Se conoce que alguien lo denunció, porque, por lo visto no se
pueden tener gallinas en el pueblo. Y lo vi triste. “Mira que siempre me pillan
las cosas”.
Pero
cuando pasen estos días iré a verlo y seguro que su ánimo se levantará contando
sus andanzas por la sierra, porque Juan Pedro además de bueno es alegre, a
pesar de todo…y saldrá por la Cuesta Pedregosa adelante a buscar espárragos. A
ver si aún pudiéramos vivir algo esta primavera.
PD.
Escribo estas líneas en el decimosexto día de confinamiento y en el día
centésimo décimo tercero de la aparición de COVID-19, dedicando mi recuerdo a
los que nacieron en aquellos años difíciles y hoy están siendo castigados por
esta epidemia, y por el oprobio y la
soberbia de algunos gobernantes del mundo, cuyos nombres prefiero olvidar.