I
El
“Álamo” está en el campo de San Juan, en una estribación de la poderosa
serranía de Villafuerte, en la ladera del cerro de Perona, camino de Gibarroya y de la casa de los
Frailes.
Es
uno de tantos parajes repetidos en nuestras sierras. Una expresión amable de
sus vertientes escarpadas y de dura climatología, consistente en un pequeño
manantial y un sorprendente árbol de gran porte dependiente de aguas subálveas.
En este caso es un paraje mínimo, que aprovecha una pequeña ruptura de la
pendiente de la arriscada ladera del cerro de Perona. Es además peculiar porque
en torno suyo no se desarrolló una pequeña huerta o un cortijo, como es común
en estas tierras. Está sólo, despreciando a lo que le rodea, presumiendo de su
color diferente, de su porte provocador.
Además
de sus valores naturales, el Álamo, como otros lugares similares, es un trozo
del alma de los que tenemos algo que ver con estas tierras. Allí íbamos de
merienda, a pasar un día, una tarde o, simplemente, a beber un trago de agua
fresca al pasar por ahí cerca. Entre el recuerdo y el olvido conservo imágenes
de mi infancia, correteando por la ladera, junto a mis padres, mis hermanos,
mis primas. Mi padre echando una manta a la sombra generosa del Álamo, para
dormir la siesta, si el día elegido no era demasiado frío, que muchas veces lo
era en esos domingos de Pascua del mes de Abril.
El Álamo es un jirón de un tiempo desaparecido, en
el que disfrutar no dependía de los objetos, de los viajes, de los espacios
sofisticados o de los espectáculos
diseñados al efecto, sino de la voluntad de las personas y de las pocas veces
que la naturaleza se mostraba generosa.
Recuerdo más cosas, pero pasado el tiempo aludo a mi padre porque era un
hombre de acción en aquellos tiempos y más bien alejado de su origen rural, al
que sin embargo los actos sencillos lo seguían vinculando. Cosas simples, como
una partida de truque, una siesta debajo de un árbol, un trago de agua fresca,
un conejo frito con tomate, un vaso de vino con melocotón o una expresión
vieja, como llamarle zape al gato. Sentado en una silla, con la camisa
remangada, el cielo azul limpio y a veces con nubes algodonosas y pequeñas
punzadas de viento frío. Mi madre
navegando con nosotros o hablando con mis primas. A mi madre le gustaba mucho
hablar con mis primas.
II
Seguramente mis imágenes de los recuerdos no serán
ajustadas a lo que realmente sucedía y estarán alteradas por los hálitos de
melancolía con que adornamos los recuerdos. Así que es probable que esa idea
del “Álamo”, como regalo de la naturaleza en aquellos tiempos en que la
naturaleza era el enemigo, sea una ficción de mi imaginario, como una ficción
fuesen los momentos felices de tantas personas que lo disfrutaron. El caso es
que estos tiempos crueles han derrotado también a la memoria, a nuestra capacidad
para transmitir a las generaciones lo que las generaciones construyeron.
Y
es que, como tantas otras cosas, el Álamo ya no existe, ni tampoco existe el
pequeño manantial, ni el tornajo, ni se puede meter el melón en el agua fresca
porque no fluye agua por la ladera, ni por el arroyo. Tampoco existen las
meriendas familiares en el monte. Ni existe nada de aquello. En su lugar hay
una goma negra del tamaño de la muñeca. Algunos brotes de álamo junto al brutal
tronco muerto del viejo, un sauce y algunos endrinos, expresan un desgarrador
testimonio que el destino nos muestra a los pocos que tenemos una parte de
nuestra memoria atrapada en estos campos y montes.