Pirenaica es una marcha ciclista
que recorre una parte del Pirineo en 6 largas y duras etapas. Transita por los
grandes puertos conocidos gracias al Tour de Francia y por otros menos
conocidos. En todo caso fantásticos escenarios ubicados en una naturaleza
exhuberante y majestuosa.
Ya
la hice una vez - en el año 2008- y
quedé conectado a ella, a sus participantes y a sus organizadores. Por tanto a
las vertientes deportiva (ciclista),
paisajística y humana de “Pirenaica”.
Este
año me propuse firmamente repetirla y lo he hecho. Me ha costado. Una semana
lejos de la familia y al fin y al cabo, para mi edad, una aventura, a pesar de
la extraordinaria seguridad que da Victor Andueza, director y “alma mater” de Pirenaica. Y es
que al final he recorrido más de 600 km , 16 puertos de alta montaña con varios miles de
metros de desnivel positivo –más de 2.500 cada día-. Y eso que se tuvo que
suspender una etapa por la mala climatología.
Desde
el mes de Enero, con la decisión tomada, cada día y, sobre todo, cada salida en
bicicleta, estaba presente ese escenario
en mis pensamientos. Imágenes y también pequeños detalles que tanto nos
obsesionan a los ciclistas (desarrollos, alimentación, ritmos…). Así hasta al
viaje a Urzainqui, pequeña población del valle de Roncal desde donde se inicia
la larga marcha, con mi amigo Modesto. Nostalgia recuperada, recuerdos
revividos, anteriores compañeros reconocidos. Y, por delante, la silueta de las
montañas y las huellas ancestrales del hombre en su lucha colosal por
conquistarlas y quizás, después de tantos siglos de dura lucha, ahora capaz de destruirlas.
Cada
día de “Pirenaica” se resume en una obsesión, llegar arriba, a cada collado, a
cada cumbre. Cueste lo que cueste. Sin ningún motivo racional que lo explique:
Sólo llegar allí y mirar y respirar hondo. Cumbres sólo habitables por la
piedra y el hielo. Valles inmensos y sublimes, presuntamente conquistados por
el hombre. Y después todo lo demás, recordar, indagar en el corazón del
relieve, liberar energías, reir. Y, paradógicamente, al final, lo más urgente,
comer.
Y
otra montaña, el cansancio que te pide parar, el corazón que te pide seguir. Confusión mental.
Los pensamientos que se deforman. Los ciclistas que llevas al lado que se
convierten en siluetas, las ideas en fantasmas. Mejor no pensar en nada. Seguir
hacia arriba. El final que no se ve. La espiral de curvas dibujadas en la
ladera, colgando del cielo. Otra silueta en tu vertical. Imposible llegar allí.
Qué lenta se desliza la bicicleta, cuánto pesan sus escasos 7 kg . Miras hacia abajo y las
huellas de tu sudor son las huellas de tantos hombres que sufrieron y
sublimaron esas montañas. Subir, subir, alejar las ideas que te frenan, olvidar
el dolor. Por fin, arriba. Otra vez esa extraña liberación.
Y
otro día y otro, hasta el último, feliz, como si junto a los compañeros
hubieses vencido una batalla, pero sin enemigos, sin derrotados. Eufóricos pero,
otra paradoja, con una pincelada de tristeza por haber dejado atrás esa intensa
vivencia. Y piensas, si todas las luchas hubiesen sido así, si toda la ambición
del mundo se hubiese jibarizado en el acto de subir una montaña. De llegar allí…